Adiós
Cuento
Era una de esas tardes de otoño en las que los rayos del sol parecen caer como cascadas doradas desde el cielo para anunciar la llegada del atardecer, cuando David Barceló lanzó una valiente carcajada al viento solitario para callar el inmenso dolor que a gritos ahogaba su mente.
“¿Consciencia o locura?”, se preguntaba en repetidas ocasiones para hallar respuesta a su tormento. No era capaz de encontrar consuelo alguno y, en ocasiones, se sentía como el mendigo que cree que el cine es un simple escaparate.
En aquel momento, la pequeña Bea de siete años llegó a donde estaba él sentado; ella le miró con aquellos grandes ojos color café llenos de inocencia y curiosidad. Ante la sorpresa de verla ahí parada, David hizo un intento por ocultar la locura de su mirada para no asustarla. Sin previo aviso, Bea se sentó a su lado, tomó su mano y juntos observaron en silencio el cielo anaranjado.
—Papá, ¿por qué no hay luna de día? —preguntó ella con un tierno gesto de confusión en el rostro.
—Cariño —respondió David—, recuerda que la luna debe descansar para brillar tanto como ahora lo hace el sol.
Bea volteó a ver a su padre con una sonrisa y, aunque la respuesta que recibió no cumplió con sus expectativas, se quedó en silencio de nuevo. David sabía que Bea era muy persistente en cada una de las preguntas que hacía a diario, por lo tanto le extrañó que esta vez no le cuestionara con algo más. Pero antes de que él dijera algo al respecto, la niña continuó:
—Mamá siempre me contaba historias cuando yo le hacía preguntas.
En ese pequeño instante David sintió que su corazón se encogía y que unas gotitas cristalinas brotaban de sus ojos. La madre de Bea fue el amor de su vida y había fallecido el invierno anterior en un accidente automovilístico provocado por el exceso de nieve en la carretera; sin embargo, David contuvo las lágrimas y respondió:
—¿Quieres que yo te cuente una historia?
—No lo creo ¡mamá era la mejor contando historias!, pero tú eres bueno en otras cosas… Me encanta cuando preparas los panqués de chocolate y cuando haces equilibrios con la pelota —respondió Bea mientras sonreía.
David no podía entender cómo Bea era capaz de afrontar tan fácilmente la pérdida de su madre, él pasaba las noches en vela, quería correr, gritar su dolor, dejar todo atrás, olvidar; pero ella… ella podía reír, hablar de su madre sin la tristeza de haberla perdido y, sólo le bastaba con reposar su cabecita sobre la almohada para conciliar el más dulce de los sueños.
Foto: Steven Kamenar
—Papá, —interrumpió Bea de nuevo —¿recuerdas el verano pasado?, ¿cuando tú y mamá me llevaron a ese lugar en el que nadamos en el lago y después caminamos hacia el bosque en donde había muchos teporingos? ¿Recuerdas lo felices que estábamos los tres?
—Sí, lo recuerdo perfectamente. —Contestó él, con aire melancólico.
—Bueno, debes entender que mamá y yo estaremos esperándote en ese lugar. En el futuro tú también podrás estar ahí, con nosotras, pero por ahora debes quedarte aquí. Cuando te sientas triste, sólo debes recordar que nosotras estamos bien y que te esperaremos para estar juntos otra vez, pero ahora debo irme… Papá, mamá ha venido por mí.
Fue entonces cuando la atención de David se tornó hacia una enfermera que se aproximaba con paso lento hacia él. Comprendió que el momento había llegado. La enfermera lo condujo por la zona de pediatría hasta el cuarto en el que se encontraba tendida, sobre una fría cama, su tan amada hija Bea.
David se acercó a ella, acaricióo su cabello y la despidió con un tierno beso en la frente. Todos los tormentos de su mente estallaron en lágrimas y cuando Bea dió su último respiro, él se quedó sólo con la esperanza de algún día poder encontrar la resiliencia necesaria para seguir viviendo.